Video Game Music: Cómo el capricho de Haruomi Hosono convirtió pitidos en arte
Sobre aquel álbum pionero de 1984 que elevó las melodías arcade a la eternidad sonora.
Tokio, 1984. Un pulso eléctrico recorre las venas de la ciudad. En los callejones de Akihabara, los neones parpadean como luciérnagas mecánicas, reflejándose en las pantallas CRT que zumban con vida propia. Desde los altavoces de las salas de arcade, melodías frenéticas brotan como un torrente, mezclándose con el murmullo de monedas cayendo y el golpeteo rítmico de los botones. El aire lleva un aroma peculiar: circuitos recalentados, cigarrillos mal apagados y el sudor de una juventud atrapada en la fiebre del juego.
Entre la marea de adolescentes que intentan dominar Pac-Man y Xevious, y los salarymen que, tras largas jornadas, se refugian en cafés con mesas de pantalla integrada jugando a Space Invaders, un hombre se detiene. No aporrea botones ni busca récords; simplemente escucha. Haruomi Hosono, recién desvinculado de las riendas de Yellow Magic Orchestra (YMO) unos meses antes, siempre ha intuido en esos chirridos de 8 bits un valor que otros no terminaban de apreciar. Mientras la percepción general los relegaba a un mero ruido de fondo, Hosono los veía como un lienzo en bruto, una especie de provocación creativa. Así nació Video Game Music, el primer disco japonés que dio voz a esas melodías pixeladas, una extravagancia que Hosono transformó en arte y que, más de cuatro décadas después, sigue resonando como un eco imposible de acallar.
Un Tokio en ebullición y en plena burbuja
Tokio en los primeros 80 era un laboratorio de contradicciones: aunque la pugna entre tradición y modernidad no era exclusiva de Japón, allí alcanzó una intensidad única durante su boom tecnológico, como simbolizó la portada occidental de YMO —una geisha cyborg con cables serpenteantes, fusión literal de lo ancestral y lo digital—. Los templos sintoístas, con sus techos curvos y serenidad milenaria, se alzaban junto a rascacielos de cristal; en las calles, los kimonos —cada vez más residuales— se cruzaban con trajes de negocios y los looks preppy de la juventud, mientras las radios alternaban entre el enka de Sayuri Ishikawa, los pulsos sintéticos del tecnopop post-YMO, la new wave de RC Succession y el pop grandilocuente de Yuming. Tras la posguerra, Japón había emergido como potencia industrial (Sony, Toyota), pero en el entretenimiento, empresas como Namco, Sega o Nintendo forjaban algo más profundo: una identidad cultural exportable. Los arcades, nacidos de esa innovación, eran espejos de una sociedad en transformación —donde lo ancestral y lo digital coexistían en frágil equilibrio—.
Y Akihabara, uno de esos corazones eléctricos de Tokio, era uno de tantos epicentros de esta evolución. Sus calles estrechas estaban repletas de tiendas que vendían componentes electrónicos, radios y, cada vez más, consolas como Famicom que pocos meses antes habían salido a la venta. Las salas de juego se multiplicaban como hongos tras la lluvia, atrayendo a una generación que vivía entre la rigidez de la ética confuciana y la seducción de la globalización. Los videojuegos ofrecían una vía de escape, un espacio donde las reglas del mundo exterior podían romperse, al menos por unas pocas monedas.
Arcades como catedrales de la modernidad
Las salas de arcade no eran meros lugares de ocio; eran (y lo siguieron siendo durante lustros) como catedrales profanas de una nueva era. Desde finales de los 70, con el boom de Space Invaders en 1978, estas máquinas se habían convertido en un fenómeno cultural. Los “cocktail cabins” —mesas con pantallas incrustadas, diseñadas para que dos jugadores se enfrentaran cara a cara mientras tomaban algo— llenaban los cafés, mientras las salas más grandes albergaban filas de cabinets verticales que emitían destellos y sonidos hipnóticos. Para los jóvenes, eran un refugio; para los adultos, una curiosidad que incluso podía convertirse en adicción. Pero más allá de la jugabilidad y de pasar (o no) un buen rato, había algo que definía a estos espacios: su sonido.
Los chips de audio PSG, con sus tres canales básicos, producían tonos simples pero efectivos: pitidos agudos para los disparos, zumbidos graves para las explosiones y melodías cíclicas que acompañaban el ritmo del juego. Los chips FM, más avanzados, permitían una síntesis de sonido más rica, abriendo nuevas posibilidades sonoras. Limitados por hardware primitivo, los compositores de videojuegos eran como alquimistas forzados a destilar emociones en loops de pocos segundos. Cada nota debía ser precisa, y cada efecto, funcional. Eran hazañas de ingenio técnico y creatividad humana, nacidas de restricciones extremas, pero para el oído común, estos sonidos eran poco más que ruido de fondo, un acompañamiento descartable para la acción en pantalla.

Haruomi Hosono no lo vio así. Con una carrera marcada en aquellos años por su capacidad para encontrar belleza en lo inusual, Hosono ya había experimentado con los sonidos de la tecnología en YMO. En 1978, con pistas como Computer Game1 del álbum homónimo del trío, había sampleado cajas registradoras y disparos de Space Invaders y The Circus, tejiendo una narrativa sonora que fusionaba lo mecánico con lo humano. Para él, los arcades no eran solo máquinas; eran como instrumentos de una orquesta caótica, un reflejo de la vida moderna. «Nosotros en YMO éramos los únicos que prestábamos atención a la música de los videojuegos», afirmó en 2014 durante un coloquio de la Red Bull Music Academy en Tokio. «La gente lo veía como Muzak, música de ascensor, pero las composiciones de Xevious o Super Mario Bros. eran brillantes».
Hosono no era un mero observador del mundo arcade; realmente era un participante activo. «Jugaba sin parar, día tras día, en las mesas de los cafés. Cuando salió Xevious, no paré hasta dominarlo», confesó en esa misma charla. Su obsesión lo llevó a conocer a Masanobu Endo, precisamente el creador de Xevious, en una entrevista para la revista Login a principios de 1984. Fue en ese encuentro donde la chispa se encendió: ¿y si esos sonidos, atrapados en las entrañas de las máquinas, pudieran liberarse y convertirse en algo más grande? Sin el respaldo de un gigante corporativo, pero con la audacia que lo caracterizaba y el apoyo de Yen Records, Hosono convenció a Namco para hacer algo con las bandas sonoras de sus juegos aparecidos entre 1980 y 1983. Así comenzó un proyecto que no solo cambiaría su carrera, sino la forma en que Japón —y eventualmente el mundo— percibía la música de videojuegos.
La alquimia de los 8 bits: técnica, creatividad y alma




En medio de este caos sonoro, Hosono encontró a una de sus musas: un lienzo digital hecho de pitidos que pocos valoraban en su dimensión sonora. Crear Video Game Music fue como un acto de amor, ingenio y experimentación sonora. Hosono no buscó embellecer los sonidos originales con herramientas ostentosas; en lugar de eso, abrazó su crudeza. Las grabaciones se hicieron directamente desde las placas arcade, capturando la esencia de esos chips FM y PSG, responsables de generar sonidos. Pero no se conformó con copiarlos. Junto al ingeniero Mitsuo Koike de Alfa Records2, Hosono deconstruyó y reconstruyó los loops minimalistas de juegos como Xevious, Bosconian, Pac-Man, Phozon, Mappy, Libble Rabble, Pole Position, New Rally-X, Dig Dug y Galaga, dotándolos de una nueva vida.
El proceso fue meticuloso. Añadió algo de reverberación para darles profundidad, como si los pitidos emergieran de una cueva digital. Incorporó delays que creaban texturas oníricas, evocando ecos de esos mundos pixelados. Las variaciones de Hosono y Koike anclaban los sonidos al mundo físico, mientras que sutiles capas de sintetizadores —herederos del legado de YMO— enriquecían las composiciones originales sin opacarlas. En Pac-Man, el tema icónico de Toshio Kai, creado con un NEC PC-8001 y con su patrón sencillo pero adictivo, se transformó en una especie de remix con efectos que buscaban reflejar el caos del laberinto: pasos acelerados, giros bruscos, la amenaza constante de los fantasmas. En Galaga, los disparos y los zumbidos de los enemigos se entrelazaron con arreglos electrónicos que pintaban una batalla espacial épica, casi cinematográfica dentro de estos límites.
El caso de Xevious merece una mención especial. El tema principal de su banda sonora original, creado por Yuriko Keino a los 23 años para evocar tensión y soledad en el citado shooter de principios de los 80, se basaba en un riff de tres notas diseñado para mantener al jugador en un estado de tensión constante. Hosono lo tomó y lo expandió hasta convertirlo en una suite de seis minutos. Los disparos se transformaron en ritmos tribalistas, pulsantes como tambores, mientras un bajo electrónico profundo sugería el vuelo de naves a través de zumbidos. Koike, utilizando un secuenciador Roland MC-8 modificado, sincronizó los efectos arcade con las nuevas capas sonoras, creando un puente entre lo digital y lo orgánico. «Los sonidos de los juegos eran esenciales para YMO desde el principio», explicó Hosono en 2014. «Sin los disparos, las explosiones, no sentía que estuviera completo» refiriéndose a otro de los temas icónicos del grupo, como era Firecracker.
El resultado fue un álbum que desafiaba cualquier categorización hasta el momento. Lanzado el 25 de abril de 19843 bajo Yen Records, Video Game Music llegó al mundo en vinilo y casete, con una portada tan inclasificable como su contenido: un personaje –probablemente Hosono– con una cabeza que hacía referencia a Xevious, un toque surrealista que homenajeaba sus raíces arcade y lo raro del proyecto. En su primera semana vendió 5,700 copias, alcanzando el puesto 19 en el Oricon Chart semanal, un logro sólido si se compara con otros trabajos de Hosono que salieron en la época, como los laureados Philharmony (puesto 33) o SFX (puesto 35). Sin embargo, su impacto no se midió en ventas inmediatas, sino en la puerta que abrió: Hosono tomó los sonidos efímeros de un medio emergente y los llevó a los hogares japoneses en un formato tangible, invitando a la audiencia a escucharlos no como ruido, sino como piezas de arte dignas de reflexión.
La semilla de un mercado: de Yen Records a una industria global




Cuando Haruomi Hosono lanzó Video Game Music en 1984, no solo creó un disco: plantó la semilla de una revolución que transformaría la música de videojuegos en Japón e incluso más allá. Todo comenzó con la citada Yen Records, un sello visionario fundado en 1982 por Hosono y Yukihiro Takahashi como subsidiaria de Alfa Records. Este refugio creativo, donde convivían el tecnopop sofisticado de Philharmony, el pop excéntrico de What, Me Worry? y discos de artistas como Sandii and the Sunsetz, Hajime Tachibana y Jun Togawa, fue el caldo de cultivo perfecto para un proyecto tan arriesgado. Sin reglas ni límites, en este caso Yen permitió que los sonidos descartados de los arcade se convirtieran en una declaración artística. Tras lanzar Video Game Music y un vinilo de Super Xevious, aparte de un recopilatorio con canciones de los artistas que formaban parte del sello, el Yen cerró en 1985, pero su impacto fue un disparo inicial que no solo marcó a la música alternativa de los 80, sino también a la industria del videojuego.
El testigo lo recogió Kazusuke Obi, colaborador de Hosono, quien en 1986 fundó G.M.O. Records bajo la misma Alfa Records. Inspirado por la idea de Video Game Music, este sello pionero se dedicó exclusivamente a las bandas sonoras de videojuegos, grabando y publicando recopilatorios de gigantes como Namco, Capcom, Sega, Konami y Nintendo. Álbumes como The Konamic Game Freaks (1987) de la Konami Kukeiha Club y con versiones de temas de sagas como Castlevania, o Sega Game Music Vol. 14 (1986), con las icónicas melodías de Out Run y Space Harrier, no solo preservaron estas obras poco después de estar disponibles en los arcades y en consolas, sino que revelaron una demanda latente. G.M.O. continuó el camino trazado por Hosono, y el legado de Video Game Music se extendió con una secuela en 1985: The Return of Video Game Music5. Este álbum incluía en su lado A grabaciones directas de las placas de juegos como Dragon Buster y The Tower of Druaga, y en su lado B arreglos y composiciones originales de creadores como Koji Ueno (colaborador recurrente de Jun Togawa), Yoshihiro Kunimoto y Yoshifumi Iio entre otros, algunos de los cuales se reutilizarían más tarde en títulos como Hopping Mappy.
La chispa de Yen y G.M.O. encendió un movimiento imparable. Obi, tras dejar G.M.O. al poco tiempo, creó Scitron que también se fue centrando en editar discos de este mundo. Sellos como Nippon Columbia (que curiosamente se convertiría más adelante en el editor principal de la música de Namco), Toshiba EMI y Tokuma Japan se sumaron al movimiento, mientras compañías como Capcom, Konami y Sega terminaron creando sus propias divisiones discográficas. Como mencionaba Edgar S. Fuentes en su querida columna en Vandal, ya en 1990, Japón producía cerca de un centenar de lanzamientos de bandas sonoras al año, un claro reflejo de cómo la visión de Hosono había germinado en una industria sólida.
Este auge también dio visibilidad a los compositores. Los citados Toshio Kai, con su tema de Pac-Man, y Yuriko Keino, con Xevious, fueron reconocidos gracias a Hosono, quien en 2014 afirmó: «Eran compositores de verdad. Pensé que era buena idea grabar su música para la posteridad». Su trabajo allanó el camino para que nombres como Koji Kondo, cuyas melodías para Super Mario Bros. y The Legend of Zelda se convirtieron en himnos globales; Nobuo Uematsu6, con Final Fantasy; Yuzo Koshiro con Streets of Rage y Hiroshi Kawaguchi, con el jazz fusion de Out Run, se convirtieran en leyendas. También fue un hito cuando en 1987, Koichi Sugiyama llevó la música de Dragon Quest al Suntory Hall, dirigiendo la primera sinfonía dedicada a videojuegos –y que a la postre se convertiría en el primer directo editado de este nicho–, un evento que consolidó todavía más el género como arte legítimo y que llegó a interesar a músicos “comerciales” de todo el mundo7. Lo que antes era un acompañamiento funcional, ahora reclamaba el centro del escenario.
Un eco eterno: la reevaluación de un pionero
Han pasado más de cuarenta años desde que Video Game Music vio la luz, y su importancia no ha hecho más que crecer. En su momento, no fue un éxito comercial arrollador, pero su valor trasciende las cifras. En la era moderna, con el auge del chiptune, la nostalgia retro, el interés hacia Hosono por parte de occidente y la existencia de plataformas como YouTube, el álbum ha sido redescubierto por nuevas generaciones en Japón y más allá. Para los fans de los videojuegos, es un puente entre el pasado y el presente, un recordatorio de cómo los pitidos simples de una máquina también podían contar historias y evocar emociones.
Hosono no solo documentó un momento en el tiempo; lo trascendió. Tomó los sonidos efímeros de los arcades —destinados a desvanecerse con cada partida— y los convirtió en algo así como poesía eterna. Mientras otros veían entretenimiento pasajero, él percibió un universo sonoro por explorar, demostrando que el arte puede surgir de los rincones más inesperados: un callejón ruidoso de Tokio, una máquina parpadeante, un sueño trasgresor y una mente dispuesta a escuchar. Y remarco: dio un rostro y un nombre a esos compositores que en aquel tiempo eran artesanos anónimos relegados a poner unas iniciales –que normalmente eran pseudónimos– en los créditos finales del juego de turno. Video Game Music no es solo un disco; realmente es un testamento a la capacidad humana de encontrar belleza en lo cotidiano, de transformar lo trivial en lo sublime, y de dejar una marca que deje huella a través de las décadas.
Porque sí, en los callejones de Akihabara y en tantos distritos de Tokio donde los neones aún parpadean y las máquinas siguen zumbando, aunque cada vez el sonido de los UFO Catcher está más presente que los juegos arcade como tal8, el eco de esta iniciativa de Hosono persiste. Aquellas melodías electrónicas, inicialmente relegadas a un segundo plano, se convirtieron en arte bajo su visión y se convirtió en un legado que resuena eternamente desde los circuitos al alma de cada persona.
El próximo express saldrá (seguramente) este sábado día 26 de abril o, como muy tarde, al día siguiente ¡Nos vemos!
Tiene vídeo musical curiosamente:
Sí, esta entrada debería haber salido hace un año como ya os comenté en el Express #160. Mejor tarde que nunca, a pesar de que pienso que este es un tema que se ha tocado ya varias veces (yo mismo escribí un par de textos…). Pero bueno, una entrada sobre Video Game Music en una newsletter sobre música y videojuegos japoneses precisamente no creo que sobre.
Mítico:
El disco en cuestión es este:
Como comenté en un artículo en la sección Mondo Pixel de Canino hace ya unos años. Iba a poner el link porque ese texto básicamente es una especie de continuación a esto de Hosono, pero veo que la web parece caída definitivamente (la revista cerró en 2020, demasiado ha durado esta situación la verdad). En fin, que igual va siendo hora de rescatarla para City Game Pop, aunque de manera remozada y ampliada. No sé, ya veremos.
Lo bueno es que la música de estos Prize games tiene todavía aroma retro…aunque bueno, algo adaptado a los nuevos tiempos:
Genial artículo. Aparte de la influencia de Hosono, me llama la atención lo rápido que se normalizó la música de videojuego, a juzgar por cómo el disco de Sega Game Music salió el mismo año que el Out Run, o el concierto de Dragon Quest el año siguiente al primer juego.
Fantástico documento. Galaga fue terrible vicio : )